Nuestro primer padre, Adán, desobedeció a Dios y luego se consideró una victima al responsabilizar a Eva y al mismo Creador por habersela dado como mujer. Luego Eva hizo lo mismo al responsabilizar a la serpiente por su pecado.
Desde entonces la mentalidad de victima penetró dentro de la estructura del carácter del hombre, estableciéndose como parte de una de sus mùltiples personalidades. En realidad todos compartimos la influencia de la mentalidad de víctimas, diferenciándonos solo en las actitudes positivas o negativas que en mayor o menor grado tengamos.

Jesucristo, nuestro Señor, vino a libertarnos de esa condición y de las circunstancias que pretenden someternos como víctimas indefensas. Esas son las buenas noticias del evangelio. En el Reino de Dios todos podemos superarnos espiritualmente, por encima de la mentalidad de victima y alcanzar hasto lo imposible con su poder y autoridad.

Jesùs habló de la fe que mueve montañas, del amor que todo lo puede y de que para el que cree todo es posible. Sanó a todos los enfermos que le trajeron, multiplicó panes y peces para dar de comer a las multitudes. Sacó dinero de la boca de los peces y dió pescas milagrosas que asombraron a todos. Cambió el agua en vino y caminó sobre las aguas. Calmó el viento y la mar, trayendo paz en medio de la tormenta. Demostró que en el Reino de Dios, no hay víctimas, solo triunfadores y mas que vencedores.

Lamentablemente la tradición a tergiversado el cristianismo y lo ha plagado de excusas para justificar la mentalidad de victima. Pocos se atreven a enfrentar sus pecados y sus errores para humillarse y pedir perdón. Es preferible para ellos echarle la culpa a los padres, a los maestros o a cualquier otra persona con tal de esconderse detrás de la hipocresía, como víctimas.